¿Quién no se ha sentido alguna vez desbordado por los acontecimientos, por la rutina diaria y ha decidido hacer un alto en el camino?
Yo lo he hecho. Inmersa en un viaje acelerado pisé el freno. Me dediqué a admirar el paisaje que me rodeaba. Allí, a pie quieto y con los cinco sentidos en funcionamiento, saboreé lo que había, en ese instante cambió el rumbo de mi vida.
Y es que la vida está llena de decisiones que hay que tomar. Una de esas decisiones es valorar lo sencillo de los hechos del día a día y saber rectificar a tiempo.
En cuanto a la película me ha llamado la atención el cambio experimentado por “el doctor”. Un contraste entre el médico prepotente y frío del principio y el médico humano y entregado del final de la historia, como el negro y el blanco, la noche y el día o lo salado y lo dulce.
El diagnóstico de cáncer marca un antes y un después, le hace detener el tiempo (en este caso a la fuerza y sin remedio pero con la ayuda de su amiga y compañera de batalla) y plantearse cosas que previamente ni pensaba.
Verse “al otro lado” de la situación, como paciente y no como médico, le da pie a percatarse de los errores, no sólo del sistema sanitario, si no lo que es más importante: sus propios errores en su trato con los pacientes. Rectifica a tiempo y da un giro de ciento ochenta grados.
Lo cierto es que no valoramos lo que tenemos hasta que lo perdemos. Tenemos que llegar al borde del abismo, al límite, para darnos cuenta de que vamos mal encaminados. Sin embargo, y creo que es uno de los mensajes más importantes de la película, el hecho de equivocarnos es lo que nos hace crecer como personas y aprender lo que NO debemos hacer.
Como decía al principio: “vamos a parar el tiempo”, merece la pena hacerlo si esto nos convierte es personas más humanas pues es la esencia de nuestra profesión.
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