La película bascula sobre el cambio de
actitud de un médico extremadamente eficaz aunque inhumanamente insensible, el
doctor Jack McKee, cuya falta de respeto en el interior del quirófano, cuando
la vida de una persona pende de su mano, es a todas luces inadmisible. Su
inicial papel de “malo” queda mucho más marcado cuando actúa su compañero (“el
rabino”), que ha de soportar sus burlas por ejercer idéntica profesión desde lo
que para cualquiera podría ser la perspectiva acertada. Esta “perspectiva
adecuada” lo es, sin duda, porque escucha e informa a su paciente acerca de la
intervención que va a llevar a cabo, las intenciones que tiene, los riesgos, etc,
cuando éste se encuentra en un momento de máxima vulnerabilidad. Uno de los
primeros mensajes que nos brinda este filme es que el paciente no es un
espectador de la habilidad del médico, sino alguien a quien hay que hacer
partícipe en todo momento de la propia enfermedad. Es evidente la cuestión que
en este momento se pide valorar al espectador: la dualidad entre una actuación
profesional intachable atada a un comportamiento humano miserable o el papel
ligeramente más vano sostenido por una actitud incontablemente más humana. Para
no dar demasiados quebraderos de cabeza, esta disputa con trazas casi éticas se facilita aplanando ligeramente los
personajes (simplificándolos en un principio en “el bueno” y “el malo”) y otorgando
al primero una labor más insignificante que al segundo (otorrino frente a
cirujano), de forma que las balanzas se equilibren.
Como no podría forjarse un argumento sobre
una injusticia inexpugnable, algo ocurre que fuerza un cambio en el
protagonista. Una enfermedad convierte al cazador en presa y, vista como un
suceso casi de buena fortuna, provoca que el Dr. MacKee,
comience a ver la medicina desde otro punto de vista, que no es sino el punto
de vista de todos los pacientes, el punto de vista desde el que todos los
médicos sin excepción, también los cirujanos, deben ver la medicina. Gracias a
esta providencial catarsis (a medias, pues el doctor sí que sufre la
enfermedad), pasará de ser un cirujano frío y distante, a ser un profesional
cercano y comprensible, y un buen padre y marido al mismo tiempo. El hecho de remarcar
que el inadecuado comportamiento del doctor se extiende también al hogar hace
al personaje aún más sencillo de catalogar.
“Es peligroso encariñarse demasiado con los pacientes”, “no
conviene volcarse demasiado”, “la misión del cirujano es cortar: entras, lo arreglas y te largas” “más que
el cariño importa un corte”. Todas estas frases tan
publicitarias pronunciadas por el doctor parecen olvidársele cuando ya no es él
el que tiene que arreglar algo y largarse. Toda su historia cambia cuando
escucha: “doctor, tiene usted un bulto,
un tumor laríngeo”.
Desde en una camilla y
vestido con un pijama de enfermo, desamparado en los pasillos del hospital
entre batas blancas, siente lo que sentían sus pacientes cuando se encontraban
bajo sus tan valiosas manos y se redime a sí mismo de su comportamiento
anterior.
“El tumor es maligno, una lesión T2. Recomiendo radioterapia,
extirpándolo puede perder la voz”. Le he firmado el alta, procure no hablar,
hasta pronto”. Estas son, y no más, las palabras que le dirige su otorrino, la
doctora Leslie Abbot.
Judh, o como el doctor la
apoda, “su amiga la valiente”, está diagnosticada de un tumor cerebral grado
IV. Quizás este grado podría ser más bajo si meses antes la hubieran escuchado y
prestado la atención suficiente, en lugar de haber soslayado evidente la necesidad
de realizar una resonancia. Pero no fue así, y no parece que ahora esa metedura
de mata tenga solución. Él sin embargo, parece ser más afortunado, su tumor no
se ha extendido a los ganglios linfáticos.
“El terminal, el moribundo de la 1217” . Es la nomenclatura que parece que el doctor MacKee ha enseñado a sus residentes. No obstante, ahora que se
ha convertido en uno de ellos, no parece resultarle gracioso ni divertido, ni
para nada correcto dirigirse a un paciente de forma tan fría. Es el
comienzo de un profundo cambio en su forma de ver la relación médico-paciente.
Siguiendo con la trama, la
radiación no parece hacerle efecto, y el tumor incluso ha aumentado de tamaño,
algo muy decepcionante, por lo que tendrá que operarse. El ahora paciente
MacKee sin embargo, no quiere que le opere la otorrina que ha tratado su caso
(pues no le pareció adecuada una actuación que él a todas luces hubiera hecho
parecer incluso correcta de haber sido él el médico y otro el paciente…), y
recurre entonces a aquel compañero, “el rabino”, al que criticaba y ofendía
cuando era simplemente el doctor y no un paciente, y en el que ahora confía. La
redención completa está próxima, pues con esta vuelta de tuerca el doctor queda
en visible deuda con su pasado.
La enseñanza es que el
proceso le ha servido para rectificar, para darse cuenta de la importancia que
tiene la empatía hacia los pacientes, escucharlos, entenderlos, ponernos en su
lugar, informarles, apoyarlos, a ellos y a sus familiares, hacerles partícipe
en todo momento de su enfermedad, y finalmente, y todo ello por supuesto, sin
dejar de lado la ejecución “física” de la tarea del doctor, esto es, sin dejar
de realizar una buena (en este caso) cirugía.
La película, una cinta
eminentemente ética y con grandes dosis de moralidad, no hace sino volver sobre
la paradoja de que todo médico puede convertirse en paciente, y que, por lo
tanto, no hay que descuidar el trato con los “subordinados” (no en sentido
laboral sino de dependencia, el paciente, por situación puntual, se encuentra
generalmente subordinado o dependiente del médico), pues son, como cualquiera,
personas merecedoras de respeto. La necesidad de que un eminente doctor tenga
que sufrir una enfermedad para dejar de incurrir en lo que a primera vista
parece incluso un maltrato hacia los pacientes no hace más que cargar de razón
a ese destino igualador que ha convertido al verdugo en víctima.
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